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El Alamo, un pueblo fantasma

Un viaje imaginario en el pasado y en el presente.

  
Nota publicada el 19 de mayo de 2016
por Rafael González Bartrina

En esta reseña haremos un paseo imaginario. He escogido hacerlo en el periodo de tiempo, imaginario también que comprende entre las últimas dos décadas del siglo XIX y la primera década del siglo XX. Ya había terminado el “boom” de la fiebre de oro, causada por los hallazgos de oro de placer en el área de Real del Castillo que habían ocurrido una docena de años antes y que provoco que la Jefatura de Gobierno se trasladara a dicho lugar con fecha de 2 de octubre de 1870, fundándose y estableciéndose la cabecera política, laboral, social y de negocios de la Baja California. Dicho sea de paso, Real del Castillo es la única población en nuestro estado que cuenta con “acta de nacimiento” y su fecha de fundación no fue motivo de controversias ni análisis profundos.

Pero regresemos a nuestra “salida de campo” por donde hoy encontramos en un “pueblo fantasmas” huellas de un auge poblacional, en cantidades superior a los 8,000 habitantes en su momento más álgido, en donde hoy solo, quizás quedan algunas, muy pocas familias, resilientes como la gran cantidad de variedades de la flora bajacaliforniana que sobreviven, parecería, alimentándose de tierra y convirtiendo agua del aire.

Nuestro destino en esta excursión imaginaria, sería El Álamo. Que para llegar a él, en esos días, tendríamos que caminar por veredas polvorientas y caminos maltrechos, pasando por El Tule (sin bohemia), luego, Real del Castillo, cruzando el Valle de San Rafael por el rumbo de Tres Hermanos pasar por la Posta de La Escalerilla, luego llegar al Valle de Santa Clara, para ahí encontrar al pie del Cerro de la Biznaga y el poblado de El Álamo, llamado así porque a la vera del arroyo había en su momento, cientos de álamos que sirvieron de leña para alimentar las calderas para generar vapor como fuente de energía para la utilización de grandes maquinarias de explotación minera. Tan solo un álamo de ellos quedo y hace poco lo partió un rayo. Acto natural. Destino trágico.

En 1888 una serie de fortuitos descubrimientos en varias partes del sector llamado de Santa Clara dieron luz a que se desatara la segunda fiebre de oro, ala Real del Castillo. De un día a otro cientos de gambusinos de todas procedencias llegaban y de inmediato buscaban un lugar, no denunciado, para hacerlo. No había dificultad en localizar terrenos disponibles. Negociantes audaces, astutos, y despiadados, unidos en cuasi sindicato se acomodaban para ofrecer sus servicios, asesoramiento, trámite y demás, por efectivo, o por futura participación. Los inversionistas eran: particulares, corredores de bolsa, firmas financieras, capitalistas e instituciones bancarias de Londres y Wall Street en Nueva York.

La compañía “inglesa” poseedora de los derechos de colonización en la mayor parte de Baja California era la que poseía el “primer” derecho, ya que la concesión estipulaba la propiedad de los subsuelos y sus contenidos. Tal magnitud de los hallazgos fue, que se formó una compañía subsidiaria llamada “Santa Clara and Lower California Mining Bureau” con oficinas en el Álamo, Ensenada, San Diego, Los Ángeles, San Francisco, San Luis Missouri y Nueva York.

En nuestro imaginario recorrido, si fuera en 1900, podríamos leer, “El Álamo Nugget” un periódico bilingüe editado y producido ahí mismo. Nos enteraríamos de los planes de construcción de un ferrocarril que conectaría El Álamo con San Diego. Nos tendríamos que portar con orden, pues la fuerza pública se componía de 25 gendarmes. El oro era tan abundante que no se perforo, buscando agua. El precioso liquido se traía de una distancia considerable, más de 15 kilómetros y se vendía, sin demora, hasta por $ 2 pesos oro, por recipiente de 5 galones. No tendríamos que sufrir la ausencia de noticias y contacto con nuestros amigos y familiares, pues había telégrafo. Comunicación vital a Ensenada y San Diego.

¡Ah!, pero, tendríamos que pasar nuestros telegramas a que fueran aprobados y censurados, ya que la dueña de este negocio era la propia Compañía Inglesa que se empeñaba en evitar que se filtraran noticias perjudiciales al buen desarrollo de su negocio.

Había lugares donde calmar la sed, el hambre y los demás deseos carnales y de necesidades de descanso. La comida no escaseaba mientras hubiera oro que cambiar por ella. Los créditos eran abiertos, para quienes tenían con que pagar. Para los demás, su recurso era caer en manos de los agiotistas con cara de pastores religiosos y bonachones líderes políticos.

Uno se preguntara que ocurrió con los mineros ricos. ¿Disfrutaron de sus riquezas? ¿Aseguraron su futuro?, Las respuestas, son negativas. Quienes obtuvieron inmensas ganancias fueron los despiadados comerciantes de alcohol, prostitución, los vendedores de enseres y herramientas. Los agiotistas y usureros prestamistas. Los que siempre lograban “ayudar” al gambusino alivianándolo del peso del precioso mineral.

Tendríamos que quedarnos por ahí, unos cuantos años para darnos cuenta del desfile de prospectos que llagaban: mexicanos, americanos, chilenos, ingleses, y hasta chinos y si nos sentáramos con paciencia y no mucha, los veríamos salir de regreso, con zapatos rotos y bolsillos vacíos.

Un impresionante molino de diez martillos hecho en San Francisco y ensamblado en El Álamo fue la obra de mayores dimensiones. Persistió por décadas y en épocas funciono. Aun sus rastros quedan. Huella visible, quizás como cicatriz de lo fuera.

Unas seis o siete familias permanecen en el lugar. Conocí y llegue a tratar más de un par de ocasiones a don Eugenio Piccini Linquist a quien escuche algunas anécdotas e historias. A su muerte su familia abandono el pueblo, también.

Solo casas de adobe, viejas de aquel tiempo. Una escuela de dos cuartos, también de adobe, olvidada y semiderruida por los elementos, languidece y agoniza olvidada por gobiernos y por nosotros mismos que no tenemos el mínimo interés en preservar nuestro patrimonio histórico.

No lejos se encuentra el propio panteón donde hay tumbas de más de 100 años y otras recientes. Aun se ven los vestigios de epitafios en pedazos de madera. Las placas de metal, todas, fueron arrancadas de las tumbas para negociarlas por fierro viejo. Evidencia de la decadencia del respeto que ni siquiera por los muertos tenemos consideración.

Venimos como turistas y nos vamos ya, pues aquí no hay ni cerveza, ni juego, ni música, ni ruido. Creo que ni las choyas y nopales sombra dan.

Por hoy regresamos a la realidad y dejamos en nuestras mentes una salida de campo al pasado y al olvido.

Rafael González Bartrina. Rafael González y Bartrina. Miembro del Seminario de Historia de Baja California y del Consejo de Administración del Museo de Historia de Ensenada A. C. rafaelgonzalezbartrina@gmail.com
 
 

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